
Al acabar el libro me acordé de la primera vez que olí una rosa. Es extraño, claro, porque ¿quién conserva un recuerdo así? Uno recuerda su primer beso, o la primera vez que viajó solo, o la primera vez que pensó en la muerte, y no la primera vez que olió una rosa. Pero yo sí. Yo sí lo recuerdo. Perfectamente.
Sabes que soy ciego y no puedo oler, así que lo que me has pedido que haga no es justo. Supongo que ahora te estás riendo. También yo me río porque, gracias a ti y a tu pregunta, recuerdo esa maravillosa voz de alguien que no conocía y que estaba leyendo la última página de un libro que no podía ver. En ese momento, olí la idea de una rosa. Te doy las gracias porque la idea de mi rosa resultó ser para siempre.
Es lo que olí entonces y lo huelo ahora. El olor de las rosas le pertenece a la casa de mi abuela. Justo al frente tenía un pequeño jardín que a nosotros de niños nos parecía inmenso. En él fuimos exploradores en Alaska, recorrimos la falda del Himalaya, cruzamos en barco por el Amazonas y caminamos muy derechito por rayas imaginarias que eran en realidad la barra de equilibrio de Nadia Comaneci. Y en el centro, como una pequeña reina, un rosal de flores color amarillo. Vuelta y vuelta corríamos entorno a él, hasta que nos llamaba la abuela para contar un cuento. Se sentaba frente al rosal y abría el libro. ¿Qué encanto poseen las rosas amarillas que hasta García Márquez las tenía a diario sobre su escritorio, obviamente gracias a su esposa que las ponía frescas en un jarrón? Debe ser el agüero de la buena suerte, para él lo era; para la abuela creo que era su idea perfecta derosicler con color a sol para contrarrestar la mala vida que tuvo.
—Santiago, disculpa mi imprudencia, no quise hacerte sentir mal. Es todo un asunto de memoria y de la tal Rosa Aragón. ¡Esa mujer sí que tenía ovarios!
Y como estamos recordando a la memoria, me hierve una confesión. Por mucho tiempo, años podría decir, si cediera ante las ganas que me surgen cada vez más seguido de exagerar, confundí a las rosas con las azaleas y me pasé muchas tardes de domingo creyendo que el olor jabonoso de las azaleas era el dulzón elegante de las rosas, que sólo llegaría a conocer bastante después. Por eso la primera vez que olí una fue casi una tragedia, porque ya creía conocer su olor. Así, lo que para la mayoría es la piedra sobre la que talla el tiempo la memoria, el recuerdo, no es para mí sino duda. Si recuerdo el olor de la madre, no siento certeza de ternura, sino que dudo de haber sido hijo. Si recuerdo el agua de la lluvia golpeándome la ropa empapada, dudo del chaparrón y de la noche de verano en que las gotas cantaban morse. Así, lo que fue un amor, pudo haber sido un dolor. Lo que fue un olor quizá fuera, a pesar de toda la esencia, el color del olvido. Lo que fue una rosa, resultó azalea. Yo creí, convencido. Pero no. El recuerdo nunca fue más que la distancia que tomaba de todo aquello que me hacía bien. Porque, a diferencia del común de la gente, no me alejaba de lo que me afectaba, de lo que me causaba dolor, como un amor no correspondido, sino de lo que me producía placer. Yo sabía muy bien que el placer, o la felicidad misma, se degradaban con el tiempo, como se degradan los recuerdos. La memoria se erosiona, se marchita como el pétalo de esa rosa, sí, o se seca como la hoja de estos libros que guardo en mi biblioteca. Libros que fueron tocados por manos que no eran las mías. Manos que ahora me parecen ajenas. Sus manos. Si me pregunto a mí mismo por qué la dejé atrás, por qué me alejé sin dar respuestas, podría resumirse en este espíritu autodestructivo que me acompaña desde que pasaba las tardes en el jardín de mi abuela. Siempre fui revoltoso, lo admito, pero es que también me gustaba, y me gusta, la soledad. Y contra eso no hay nada que hacer. A pesar del impacto que produjo aquel asalto aterciopelado a la nariz, aquel chorro de dulzura que se me colaba hasta el cerebro, lo que más recuerdo de aquel momento es el sonido del libro al cerrarse, el golpe de las páginas que era el final de una ilusión y después, la sonrisa de Carme al entregarme la rosa en aquel café de la Plaza Real, una trampa de turistas en la que habíamos quedado para celebrar el Sant Jordi.
Las rosas representaban el primer recuerdo grato que tenía de la ciudad. Cuando llegué, la impresión no pudo ser peor, sintiéndome extraviado en la escena estática de una cinta en blanco y negro. Durante los primeros días, descubrí que el infierno no era una estancia poblada de fuego eterno, no, todo lo contrario, era un sitio frío, lluvioso y los demonios, unos personajes que andaban con elegancia impostada, trajes oscuros, paraguas grises, sombreros clásicos, en un luto permanente. Descubrí que la ciudad era capaz de la belleza y las rosas podían ser de todos los colores, la única señal clara de vida, una rosa amarilla que tenía el olor de la guayaba madura. También recordé a mi abuela la primera vez que visité elRoseto Comunale di Roma, allá en el Palatino. Roma: mi ciudad predilecta. Inevitable, el recuerdo. Olores, colores, vida. Heterogéneas rosas. Todavía veía, por lo que pude disfrutar con todos mis sentidos de tanta plenitud. La ceguera que se apoderó de mí fue gradual, por lo que doy fe de que Borges tenía razón: «no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano». Sí. Subí hacia Santa Sabina, embriagado. Recordé todo esto hoy. De ese día, guardo también el aroma del pasto recién cortado, las ramas de los árboles meciéndose sobre el cielo soleado; y luego, ese frío que entra al cuerpo cuando uno llega a los lugares que pertenecen a los santos, anunciando que, en verdad, son ellos los que entran a nosotros. La textura de la madera del banco que elegí para sentarme en la basílica era bastante rústica. Cerré los ojos —que irónico suena decir esto ahora— y me dispuse a conversar seriamente con Dios. Conversar seriamente con Dios. Otra vez te estarás riendo: yo, la duda andante, el ciego clarividente, el hablante silencioso, me disponía a ajustar cuentas con la divinidad. Valiente ignorante. Hace poco escuché que la diferencia entre ateos y creyentes no era tanta: para los primeros, tras la muerte está la nada; para los segundos, la misericordia.
Tal vez me volvió hoy el recuerdo de aquel recuerdo por ser víspera de San Jordi y no poder salir de casa. Ya son varias las semanas de un encierro que lleva a la mente a entregarse a un pasado que sólo ahora, cuando tan poco es posible, vivimos y valoramos como se merecía. Qué más quisiera que poder estar mañana de nuevo en la Plaza Real, aun llena de turistas. La rosa, belleza efímera y transitoriedad perpetua. Ahora lo entiendo, ahora entiendo porque me volvió aquel recuerdo de un recuerdo.Se retuerce el recuerdo del recuerdo. Así somos los autodestructivos. Aprendimos la esencia de la contradicción en los cuentos melancólicos de la abuela, en las viejas piedras romanas convertidas hoy en un plató de óperas bufas berlusconianas, en el realismo mágico de García Márquez. Somos así. Y así seremos. Como una condena. Y precisamente ahora, cuando la humanidad entera se encierra en sus miedos, constata su miseria injusta y paga su arrogancia ante el viejo planeta, quienes cultivamos esta dicotomía genética —oler un recuerdo, alejarse del placer, ser valientes ignorantes— poseemos un antídoto para esta podredumbre global covídica. Un salvoconducto que me dispongo a revelar.

Con todo, sabes bien que me va ganando la vejez por el modo en que se trastoca mi memoria, como un vinilo al que das vuelta para seguir con la música aunque sea distinta: no es sólo que rememore con avidez el recuerdo inaugural de una rosa, perpetua en mi mente desde su perfume amarillo; el regreso a una cita de Borges o ese hilar con las referencias de García Márquez; ni siquiera porque acumulo olvidos por los imperativos de la edad; sabes que ahora también tengo recuerdos de aquello que jamás ha ocurrido. Pasadas varias juventudes, he llegado a la etapa en que todo lo vivido compite con lo tanto que imagino, dispuestos a mezclarse y hasta combatirse. ¿No crees que hemos ganado el derecho de que lo soñado, fantaseado y anhelado tenga el mismo estatuto de realidad que las pedestres rutinas y experiencias del día a día? No me sé contestar, ni quiero intentarlo, demasiado autocomplaciente, demasiado niño mimado que marranea y se ensimisma enfurruñado. Busco a tientas, ahora ya decidido, las tijeras de podar y toco el filo sucio de arena, o de arenilla, o de abono, me acerco la herramienta a la nariz y olfateo el aroma fuerte de la tierra, la tensión misma de saber que voy a hacerlo y de una vez acabar con la nostalgia, con la memoria triste y las murrias de anciano precoz: cortarla, cortarme, podarla o podarme será casi lo mismo si nadie llama, si nada me deja en suspenso con un grito, con un timbrazo o una puerta cerrada de golpe, como ahora, tan tontamente abstraído que no sé dónde he dejado las tijeras de podar. Y buscando las dichosas tijeras de podar vuelvo a recordar el pasado como el paraíso que en realidad no fue. Lo bueno de los años es que hacen de la melancolía una emoción que vibra en la memoria como el sol intenso del mediodía. Uno no quiere morirse siendo feliz. Uno no quiere matarse si es capaz de pisar el mes de abril y respirar hondo. De modo que ahora comprendo que por mucho que me esfuerce, ya no podré bajar a la Plaza Real, ni pasear por las Ramblas, dejar caer mi mirada por encima de los libros que me prometen mundos por vivir, ni comprar nuevas rosas, porque ya se han muerto sus fragancias. Y lo que es peor, ya no te encontraré, Carme, porque tendré que quedarme aquí encerrado rodeado sólo de tu recuerdo y el de tu rosa (con su aroma de deseos por cumplir) mientras tú y tu sonrisa huis de este mundo enemigo, sin turistas, sin futuro, habitado sólo por el silencio. Y cuando creo que se me ha olvidado, vuelve la rosa a mi nariz, la tierra se me enreda en los dedos y la luz sosegada de aquella tarde, limpia y serena, vuelve machacona para que comprenda que la historia que estoy leyendo, no es más que un reflejo vago de la que viví.También recuerdo las manos de mi madre. Uno de los recuerdos más nítidos de mi niñez. Sus manos sujetando las mías en los instantes previos al accidente, cuando todo se volvió oscuro y la vida dejó de ser un juego para convertirse en un hospital detrás de otro, un médico detrás de otro, una esperanza perdida tras otra. ¡Pobre mamá! No fue su culpa, pero a veces el dolor confunde las cosas y acusa sin piedad al inocente.
Así es, la vida: un inútil espejo de lo pensado, soñado y creído, siempre lejos de la realidad que otros ven. Cortar por lo sano, la única solución. Porque, si no era ahora, ¿cuándo? Nunca tendría otra oportunidad de cargarme con tan poco esfuerzo algo tan pesado.
Regresan a mi mente las rosas amarillas. Pero esta vez ya son no las que cayeron como lluvia tras la muerte de José Arcadio Buendía, sino las que irrumpen en la habitación de Chéjov recién muerto. Flores inesperadas. Flores de muerte. Ya son muchos días en este maldito encierro, también inesperado. Demasiado tiempo a solas con mis recuerdos y mis libros. Memoria y presente se reúnen para crear imágenes cada vez menos felices. Salir a la calle. Salir de mí mismo.Ahora puedo decir, con la pátina de lucidez que otorga el paso del tiempo, tejiendo todos los recuerdos y momentos que despierta en mí el perfume de esa flor, símbolo de todo lo que nos ha unido, que hemos sido más felices de lo que entonces augurábamos. No tuvimos un camino eterno de rosas. Es cierto. Nos tocó también atravesar pedregales y ciénagas, subir cimas escarpadas y fiarnos de la oscura noche, hasta alcanzar la dicha del prado y lograr entender que lo importante es haber llegado juntos hasta aquí.Y, mientras deslizo mis dedos con una desenvoltura aprendida durante muchos años por las constelaciones invisibles y erizadas de los libros que amo, me pregunto si adentrarse en los recuerdos no será algo similar a ir poco a poco desentrañando el secreto de una rosa, ir introduciendo un dedo lentamente por entre sus pétalos para llegar a su secreto corazón como quien intenta llegar a tientas al tesoro del tiempo ¿No es esa también al fin y al cabo la esencia de la vida, hasta de este momento de confinamiento y oscuridad en que me encuentro ahora? Y aun así, para quien lleva tanto tiempo caminando a tientas y sin nadie a su lado para cogerle de la mano, el encierro posee una textura familiar, casi reconfortante.De la misma manera, me es difícil no recordar esa otra rosa, más bien mística, de la que escribió Blake. Esa rosa enferma, magnánima en sus últimas horas, dueña de una valía trágica a pesar de saberse consumida por aquella oruga insaciable: nuestra madre última, la Muerte, tan justa como cruel, incapaz de discriminar entre los unos miserables y los otros afortunados, aquellos que se pudren en las riquezas y esos otros que encuentran la gracia de lo divino en las fortalezas de la pobreza. ¿Qué hacer, pues, con todos estos recuerdos, con estas angustias y tristezas que consumen los dulces de nuestra vida? Leí ya a los poetas, a los filósofos y a los sabios que escribieron tantos libros y tratados sobre el corazón y la mente, y ni una sola palabra, ni una sola promesa, ha valido para calmar mis dudas.
La abuela no dudó. Mandó arrancar el rosal y fue Rosa Aragón quien me consoló esa tarde en la que los jardineros se afanaban en cumplir las órdenes de la matriarca y se me había pasado la edad de correr con mis primos. No lo entendí hasta esa noche de Sant Jordi cuando Carme se despidió para siempre. Ya no me leería nunca más, se iba, lejos, a allá de donde yo había venido.
Somos como una condena, me repetí a mí mismo resistiéndome a la muerte. Carme ya no estaba. Tampoco estaban los jardines de la abuela ni el tumulto incansable de la Plaza Real. Estaba solo frente a un libro abierto y apenas podía distraerme al mirar por la ventana. Allá afuera no quedaba nadie. Me lo habían advertido: que la enfermedad, que el encierro, que China, que mejor no estar con los demás. Quise gritar, correr hacia el balcón, atrapar algo, lo que fuera, aunque ciego. Todos habían desaparecido de las calles y de mi memoria. No había nadie allí. No me quedó más opción que tomar el mismo libro. Abrirlo nuevamente desde el principio. Recorrer las hojas como si revolviera las cartas de un juego. Y comenzar nuevamente desde la primera página.
MAGMA Editorial
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Jueves, 23 de abril de 2020
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