El archivo perdido de Concepción Sandoval (capítulo de «Cambios de piel»)

Hacía un calor húmedo y sofocante, antesala de una borrasca tropical. El mapa marcaba el camino por los vericuetos de la ciudad hasta el centro del antiguo mercado. En el añejo letrero que colgaba sobre la puerta de la entrada se podía leer «CAFÉ TORREVIEJA MERCADO DE SAN JUAN 8». Era una oscura tienda que parecía haber estado allí desde la época colonial, con un largo mostrador de madera lleno de antiguas balanzas y juegos de pesas, un barniz amarillento que cubría las paredes y en el aire un espeso y dulzón olor a café tostado, como si se hubiera estado dorando a fuego lento a través de los años. Grandes sacas polvorientas se amontonaban por las esquinas y unas somnolientas máquinas anticuadas con enormes embudos de lata descansaban sobre las bocas abiertas de unas bolsas de papel acartonado que decían «Torrevieja». Todo era viejo, hasta el nombre. En las paredes colgaban marchitados recortes de periódicos, antiguas fotos de toreros y de olvidados homenajes públicos que habían perdido su blanco y su negro, contagiadas de aquel aire impregnado por el polvillo del café. En todas las imágenes se repetía la misma cara de nariz grande, ojos claros un tanto saltones y gesto valiente y orgulloso. Enfrente de ella, apoyando el leve peso de su encorvado cuerpo sobre el mostrador, la miraban esos mismos ojos suavizados por el largo paso de los años.

—Buenos días. Quisiera hablar con don Raimundo Torrevieja.

—Sí, yo soy, señorita. ¿Qué es lo que desea?

—Estoy haciendo un trabajo de investigación sobre Concepción Sandoval. Me dijeron en el Casino Español que tal vez usted podría ayudarme a ponerme en contacto con su familia o con quienes la conocieron.

—Ah, ¿es usted periodista?

—No, soy profesora de historia en los Estados Unidos. Me llamo Carmen Sánchez Rojas, Carmela. Estoy de visita en México para hacer una investigación sobre mujeres exiliadas.

—Como no, Doctora Sánchez. ¿Sandoval dijo?… Sandoval… Me suena ese nombre.

—Concepción Sandoval fue una escritora exiliada española que vino a México después de la guerra en la época de Lázaro Cárdenas.

—Sí, claro, como todos los demás. Todos nosotros hicimos igual. El caso es que me suena ese nombre. Si quiere podemos ver en el Centro Republicano, a ver si hay algo por allí. Espere un momento.

Carmen asintió. Torrevieja se dispuso a dar órdenes a los ayudantes y avisó que volvería al poco rato. Salieron del tostador y caminaron a paso lento por la acera del café. Por el camino, Torrevieja le habló de su pasado, de cuando llegó a México de niño, de su trabajo en el negocio de su padre, de sus pinitos de torero y su afición a la fotografía… Unos portales más abajo entraron en un pasillo largo y estrecho, a un lado vendían cacerolas y cubos de plástico, unos niños se peleaban en un rincón, dos perros esqueléticos merodeaban por allí en busca de alguna basura que comer. Al final del oscuro pasillo Torrevieja abrió una puerta e invitó a Carmela a subir las escaleras. Contra las paredes se apilaban cajas de bebidas vacías y un fuerte olor a cerrado, a polvo y humedad lo invadía todo, como si no se hubieran abierto las ventanas en muchos años. En el primer piso un viejo letrero que decía «Centro Republicano Español» colgaba de una puerta entreabierta.

—Está un poco abandonado. Como no hay dinero… —dijo Torrevieja disculpándose por el aspecto de derrota total e incondicional que ofrecía aquel espacio de la memoria exiliada—. Ahora sólo vienen los viejos. Cuando muramos, esto se irá con nosotros.

Como ilustrando sus palabras, se extendía ante los ojos incrédulos de la joven una gran sala con una barra a un lado y un montón de mesas con sillas vacías. En una esquina, cuatro ancianos jugaban a las cartas sobre un tapete descolorido. El eco de sus voces reforzaba el vacío del espacio. En el fondo, unos grandes ventanales cubiertos por unas cortinas desvencijadas de un color indescifrable estrangulaban la poca luz que llegaba hasta ellas. Carmen tenía la sensación de entrar en una vieja máquina del tiempo estropeada y abandonada a su suerte.

Torrevieja saludó a los parroquianos, pero nadie pareció darse por enterado. Eran fantasmas congelados en el tiempo.

—Le enseño el archivo, por si le interesa…

Caminó con lentitud hacia una de las esquinas de la sala y abrió la puerta de un cuartucho oscuro. Al entrar levantó la mano hacia lo alto, giró la bombilla que colgaba del techo y una lánguida luz iluminó las telarañas del cuarto de las escobas. Por el suelo se amontonaban en desorden cajas de fichas de libros, carpetas de viejos expedientes y facturas, un conjunto de documentos ya casi inservibles que hablaban de la desolación y del fracaso de la memoria. De un estante Torrevieja sacó una lámina de colores apagados y se la dio a Carmen. Era una copia facsímil de la proclamación de la II República, editada con motivo de alguna conmemoración ya olvidada. Aquel cartel reimpreso con tan aparente esmero conmovió a Carmen, adivinando tras aquellos apenas vivos colores de miniatura medieval el olor de las ilusiones muertas, como una colección de mariposas disecadas con primor. Ese cartel era todo lo que quedaba con algo de vida en el escobero republicano rescatado del polvo de la memoria.

—Es precioso.

—Es para usted —dijo Torrevieja—. Todo esto hay que ordenarlo porque está un poco patas arriba. Nadie viene nunca por aquí.

—Sí, claro —dijo Carmen respetuosa, intentando mostrar un algo de entusiasmo que la decepción había barrido de un escobazo.

—¿Sandoval, dice que se llama? Voy a preguntar por la familia Sandoval, y seguro que algo encontraré. Yo no la conocí pero creo que traté a su primo. Llámeme usted en un par de días.

Bajaron las escaleras hasta la calle. Carmen le dio las gracias por las molestias y se despidieron. Después volvió a su hotel a repasar sus notas. La vida de Concepción Sandoval era conocida más que nada a través de su autobiografía Diario de una española rebelde, un best seller de su época en inglés que había sido traducido como Memories of a Spanish Freedom Fighting Woman y a otros diez idiomas después. No se sabía a ciencia cierta si lo escribió ella misma o alguno de sus amigos periodistas americanos, o si acaso fue escrito como propaganda por una mano anónima del partido. En el libro no se hacía mención ni una sola vez de su pertenencia al partido. Su vida había sido la de una aristócrata contestataria durante la dictadura de Primo de Rivera, divorciada y concejal municipal en el 33, propagandista miliciana durante la guerra y exiliada en el éxodo masivo del 39. Y después de la guerra, ¿qué? ¿Cómo una mujer que había destacado tanto en la vida pública, que había sido protagonista activa, podía desaparecer de la historia para siempre de la noche a la mañana? ¿Qué había hecho entre el final de la guerra y su muerte a mitad de los años cincuenta? ¿Dónde estaba enterrada? En el cementerio no había ninguna señal de ella. Carmen se identificaba de manera secreta e inconsciente con ella, una niña bien que se había saltado todas las normas en el colegio de monjas, se había rebelado contra los principios ideológicos familiares durante el franquismo, y yendo en contra de su destino de esposa burguesa encontró el exilio. Recuperar a Concepción Sandoval del olvido se había convertido en una decidida misión personal. Quizás porque se veía reflejada a sí misma en su trayectoria de mujer a contracorriente, inquieta e independiente, viajera, recién divorciada, resuelta a cambiar de piel y dar un nuevo giro a su vida.

Dos días más tarde recibió una llamada de Torrevieja. El viejo torero había conseguido el número de teléfono de una amiga de la familia Sandoval, y el de un primo carnal de Concepción.

Teresa Altea era una mujer de setenta y pico años con porte elegante y todavía bien conservada. Había publicado un libro de memorias sobre escritoras exiliadas desconocidas, entre las que se incluía a sí misma. Quedaron en encontrarse en el parque Antonio Machado, un pequeño triángulo verde en el centro de la Ciudad de México rodeado de autopistas por los tres lados.

—Pedimos un espacio verde al Ayuntamiento y este fue el único que nos pudieron ofrecer. No está mal. Plantamos unos árboles a los lados y pusimos unos bancos en el medio. Con el poco dinero que se reunió hicimos esta estatua.

Delante de ella se erigía un pequeño monumento de piedra con un busto de bronce verde de Antonio Machado y una placa dedicada por los exilados republicanos españoles. Debajo de la placa alguien había dibujado una flecha y escrito con tinta negra: «ERA GAY».

—Además de unos vándalos son unos ignorantes. Confunden a García Lorca con Antonio Machado.
Teresa abrió su bolso y sacó con la mayor naturalidad unos guantes de látex, una esponja y una botella de limpiavajillas, y se puso a borrar aquella vejatoria inscripción del monumento que ensuciaba su memoria, mientras recordaba su propia historia.

—Yo nunca fui comunista, como muchos otros. Estaba por la justicia social y la democracia, y contra Franco, claro. Mi padre era militar republicano y tuvimos que salir del país al acabar la guerra. Yo era muy joven, todavía no había terminado el bachillerato. Al llegar a México nos pusieron a coser ropas para niños… y yo que nunca había usado una aguja…

Teresa dejó entrever una pequeña sonrisa, acompañando sus palabras con el rítmico compás de la esponja sobre el bronce, como si aquel repetido frotar le hiciera aflorar los recuerdos, limpiándolos y dándoles brillo.

—¿Y cómo se integraron los exiliados en México?

—Bueno, no todo fueron flores a la llegada, como algunos dicen ahora. Muchos mexicanos temían por sus trabajos, sobre todo por la creación de un estado de opinión en su contra por parte de los criollos de rancio abolengo que desconfiaban del germen revolucionario que podrían traer consigo los exiliados. Por otra parte, muchos de los exiliados se mantuvieron en su propio gueto autocomplaciente sin mezclarse con los mexicanos, a los que miraban con cierto desdén. Claro que había de todo. Concepción Sandoval era diferente. Le gustaba vestirse como las indias, con esos trajes largos de colores y el pelo con trenzas. Vivía en la colonia San Ángel.

—¿Usted se acuerda de ella?

—Mi madre la conocía. Era un poco rara. Yo recuerdo que vestía a lo Frida Kahlo, con las blusas huipiles mayas y trenzas en la cabeza, asumiendo el papel de reivindicadora de los indígenas olvidados. A la llegada a México, por la condición de refugiados, no podíamos dedicarnos de manera activa a nada relacionado con la política, y por eso Concha se dedicó a la causa indígena, como antes lo había hecho a la revolución social, con el fervor de una causa religiosa.

—¿Y su familia?

—Dejó a su marido al llegar a México. Se llevaba mal con su hija, mejor dicho, su hija se llevaba mal con ella. Nunca le había perdonado que la mandara a Rusia durante la guerra. Su hija después se casó con un mexicano y, claro, le hizo siete u ocho hijos. Creo que a lo mejor puedo encontrar la manera de hablar con alguno de ellos.

Teresa había terminado su trabajo. No quedaban apenas restos de la mancha. Se quitó los guantes y los guardó en el bolso con la esponja y el limpiavajillas. Se despidieron cuando atardecía ya en el parque bajo la mirada estática del poeta exiliado enterrado lejos de su tierra.

Aquella misma noche Carmen había quedado con el primo carnal en el Café Tupinamba, el antiguo lugar de reunión de los republicanos españoles en el exilio. Ramón Sandoval era un señor mayor redondo y campechano al que claramente le gustaba beber y hablar.

—Así que viene a estudiar la vida y obra de mi prima Concha. Eso está muy bien. ¿Usted sabe que fue la primera mujer elegida concejal en la historia de España?

—Sí. El problema es que no he podido encontrar ninguna información a través de su familia.

—Conchita y yo éramos las ovejas negras de la familia. Nuestra familia era de derechas de toda la vida, vivíamos en lo mejor del barrio Salamanca. Aborrecíamos el ambiente engolado y represivo de la familia. A raíz de la guerra, su hermana se hizo fascista y se convirtió en una dirigente de la Sección Femenina. A mí siempre me hizo gracia que las dos hermanas se hicieran cabecillas de las mujeres españolas, una comunista y otra falangista. Conchita rompió todo trato con su familia excepto conmigo, y yo poco más o menos lo mismo. En los últimos años casi no supimos nada de ella. No me extraña que no haya encontrado nada, ni creo que lo encontrará nunca a través de la familia.

—¿Usted tiene algún retrato de ella?

—No me queda ninguna foto. Lo lamento.

Después de una espléndida cena mexicana regada con margaritas, el retrato de Concepción parecía difuminarse cada vez más.

Lo único que Carmen pudo sacar en claro aquella noche era que la prima Concha se había muerto de un cáncer a mitad de los años cincuenta y que fue enterrada en Oaxaca, en un pequeño pueblo indígena bajo un árbol de tule.
Ese fin de semana Carmen acudió a un acto de homenaje a Lázaro Cardenas en el Orfeó Català patrocinado por la colonia de españoles republicanos. Además de conocer a la viuda del presidente mexicano y a un puñado de antiguos intelectuales exiliados, Raimundo Torrevieja le presentó a su viejo amigo Carlos Funes, un conocido fotógrafo español que había trabajado mucho tiempo para la prensa en México. Durante cuarenta años las cámaras de Carlos Funes y sus dos hermanos habían recogido la memoria gráfica de las actividades de la colonia española en el exilio. No se acordaba de Concepción Sandoval, pero le recomendó que visitara el Archivo General de la Nación, al cual había legado toda su colección de documentación gráfica, más de veinte mil fichas fotográficas ordenadas por temas y autores.

Al día siguiente Carmen se dirigió al Archivo, conocido popularmente como el Palacio Negro de Lecumberri, una antigua prisión de infame memoria, situada en uno de los muchos barrios olvidados del D.F. donde uno se adentra sabiendo que se la juega. Era el palacio un edificio imponente y laberíntico, todavía intacta su estructura de panóptico penitenciario. Tras pasar sucesivos controles burocráticos y buscar sin suerte información sobre Concepción Sandoval en varias oficinas, Carmen llegó hasta el mostrador del archivo fotográfico «Funes».
Buscó bajo su apellido, bajo el partido, bajo Oaxaca, bajo crónicas de defunciones, pero nada encontró sobre Concepción Sandoval. Parecía que se la había tragado la tierra. No era posible que hubiera desaparecido por completo y no quedara nada, ni un recuerdo ni una foto amistosa o familiar. Se le ocurrió buscar bajo el nombre del marido, Francisco Arellana, otro hijo de familia bien convertido en revolucionario y destacado jefe militar republicano durante la guerra. Esta vez tuvo mejor suerte. Le entregaron una carpeta que contenía unos cuantos viejos recortes de periódicos y algunos clichés de negativos fotográficos, con notas explicativas de quién, dónde y cuándo. Los repasó con cuidado: Arellana en un avión, Arellana bajando de un barco, Arellana en una comida con otros militares. Y en el medio, un recorte de periódico que decía Oax, Nov. 1943, sin nombre alguno debajo de una foto de una mujer alta y estirada, con trenzas y traje de indígena tehuana. Tenía que ser ella. Pero,
¿cómo había llegado aquella foto hasta allí? ¿Qué mano la puso en la carpeta del marido sin llegar a abrirle su propia carpeta? ¿Por qué estaba condenada a no tener un lugar propio ni siquiera después de muerta?
En un instante de revelación intuitiva devolvió la carpeta y volvió a la oficina del Archivo General de Actividades Políticas donde ya había buscado con anterioridad pero sin resultado provechoso. Esta vez pidió el dosier de Francisco Arellana. Era una ficha que resumía su trayectoria hasta la llegada a México y su incorporación a la vida civil. Francisco Arellana, Capitán de infantería de la región de Alcalá, miembro del PCE desde 1928, en la ejecutiva desde 1934. Refugiado en Nueva York 1939-1940. Desde 1941 asesor técnico cualificado. Residente en Coayacán, Mex. D.F. Casado con Concepción Sandoval, concejal del municipio de Madrid en 1933, agente censora del PCE y jefe de propaganda entre 1936 y 1939, especialista en control de prensa extranjera. Refugiada en Nueva York 19391940. Escritora y periodista. Residente en Coayacán, Mex. D.F. Fallecida en Oaxaca, Oax. Oct 1958. Carmen se estremeció al leer las últimas líneas que confirmaban lo que siempre había sospechado y aportaban el dato nuevo de la fecha exacta de su fallecimiento, el mismo año que el de su nacimiento. Cerró el dossier, lo puso en el mostrador y caminó hacia la salida de la exprisión virreinal.

Dos días antes de regresar a los Estados Unidos, encontró un recado de Teresa Altea al llegar a su hotel-garaje. Había conseguido localizar a una de las nietas de Concepción Sandoval, se llamaba Juana Zavadel y vivía en Jalisco. Podía ser otra pista inútil. Además, poco nuevo podría ya descubrir a estas alturas. A pesar de ello, Carmen no se lo pensó dos veces. Marcó el número de teléfono que le había dado Teresa, explicó su caso en versión resumida y quedaron en verse al día siguiente en la estación de autobuses. Después marcó el teléfono del aeropuerto y reservó un billete de ida y vuelta para Guadalajara.

Cinco horas más tarde, todavía a oscuras, Carmen salía del hotel hacia el aeropuerto. Tres horas después llegaba a Jalisco cuando el calor del sol recién levantado y la sofocante humedad del trópico ya cortaban la respiración. En la estación de autobuses la esperaba la nieta de Concepción Sandoval. Era una mujer mestiza que aparentaba su misma edad, de estatura mediana, piel cobriza, perfil robusto y hombros caídos, vestida de oficinista pobre. A Carmen le pareció irónico que después de todo la abuela hubiera logrado al final mexicanizar su descendencia. Se sentaron a desayunar en una mesa del bar de la estación, alejadas todo lo que podían del ruido y del calor en una esquina solitaria.

A Juana Zavadel le costaba enorme esfuerzo completar una frase. Se notaba que estaba sola y no tenía a nadie con quien hablar. Entre café y tortillas enchiladas, la mujer fue poco a poco afianzándose y comenzó a confesarse. Se veía una mujer vencida, divorciada de un marido que la maltrataba, sobreviviendo cada día con escasa convicción. Trabajaba de catalogadora por horas en el museo de Antropología local, y malvivía haciendo de guía del museo, por su cuenta, a turistas perdidos. Hoy había tomado la mañana libre. No había conocido nunca a su abuela y apenas sabía nada de ella. Del lado español de la familia no se hablaba nunca en casa. Una de sus hermanas se había metido a monja misionera y otra se había ido a Chiapas a luchar con los zapatistas. No tenía relación con ninguna de las dos. Otro hermano era un alcohólico del que escapaba porque siempre la sableaba. Tenía otra hermana mal casada en Puebla a la que no veía en seis años, desde el funeral de su hermano mayor. Parecía una mujer derrotada. En realidad, toda la historia familiar era una historia de derrotas. Ella se sentía a veces un poco así también, sola, alejada de su familia, con más de cuarenta años en las espaldas y sus hijos en diferentes esquinas del planeta. Al acabar de desayunar Juana Zavadel puso sobre la mesa una arrugada bolsa de plástico de los almacenes El Palacio de Hierro. A Carmen le hizo pensar en el archivo del Palacio Lecumberri.

—Esto es todo lo que queda de mi abuela. Yo lo recogí de casa de mi hermano cuando murió. Mi madre lo tenía tirado por casa.

Sin más explicación, fue sacando con lenta desgana el puñado de papeles que llevaba en la bolsa y lo fue poniendo en la mesa sobre los restos del desayuno. Aquella bolsa, envuelta en su propia metáfora de jaula de hierro, era todo lo que quedaba del archivo de Concepción Sandoval. En aquella pila desordenada de papeles había de todo, recortes de periódico, cartas y telegramas que apenas se podía descifrar la firma, un poema dedicado que podía ser de Neruda, un álbum de viejas fotografías descoloridas, algún guion de cine a medio acabar, todo amarillento y volviendo al polvo que una vez fue. Carmen intentaba mover los papeles con cuidado, tratando de leer lo que decían las cartas pero no podía impedir que se le fueran quedando jirones de papel entre los dedos. Las viejas fotos desteñidas del color del tiempo y del calor se deshacían delante de sus propios ojos. Los ágiles ojos de Carmen reconstruyeron cartas apenas legibles, artículos inacabados, álbumes de fotos desaturadas por el paso del tiempo. Encontró un pequeño retal deshilachado con bordados de flores que apenas guardaban su color original. Pensó si sería algún resto de uno de los huipiles de Concepción Sandoval. Había oído que las mujeres mayas visten sus huipiles durante muchos años, son su forma de identidad, expresan su origen, su familia, toda su persona, como los tatuajes de las comunidades maoríes, y cuando los dejan de vestir, convierten los restos en retales para manteles, cojines, o los utilizan como patchwork en un edredón, dándole una nueva vida a sus viejas pieles. La vida de Concepción Sandoval pasó ante los ojos de Carmen en una ráfaga de tiempo condensado. Juana Zavadel la miraba como ausente y Carmen sintió que aquellos papeles eran un reflejo de su propia vida en ruinas. Parecía inútil tratar de conservar algo de todo aquello. Cuarenta años de abandono y olvido, la humedad y el calor tropical eran un excelente caldo de cultivo para el moho y la derrota, pero no eran buenos salvoconductos para el necesario aliento de la vida y la memoria.

Entre las dos recogieron los papeles y los devolvieron a la bolsa plastificada. Las dos sospechaban que nadie volvería a leer aquellas palabras escritas ni volverían a ver las imágenes desvanecidas de los retratos fotográficos, y sin embargo ella seguiría conservando aquel archivo del olvido en una bolsa de plástico como un tesoro hasta su definitiva desintegración final. Se levantaron de la mesa y salieron a la calle. Estaba lloviendo a cántaros. En la puerta de la estación había una cabina de fotos rápidas. Carmen le pidió a Juana Zavadel el álbum de fotografías firmado por Tina Modotti, testimonio del viaje con Concepción Sandoval entre las tribus indígenas. La portada era lo único que quedaba apenas visible de aquel viejo proyecto común de las dos mujeres revolucionarias. Juana Zavadel abrió la bolsa mojada y rebuscó en el fondo hasta dar con el álbum. Carmen entró en la cabina oscura, se dispararon los flashes de luz, y al salir recogió las fotos todavía húmedas y calientes del receptáculo. Le recordaban los colores del cartel republicano rescatado del viejo cuarto de las escobas. Se veían unas diminutas imágenes pálidas de Concepción Sandoval vestida de tehuana bajo la foto con pose de pasaporte de Carmen Sánchez.

—Es mi recuerdo de aquel viaje y de este viaje —dijo Carmen al despedirse—. Así recordaré que todo no fue un sueño.

Cuando se alejaba en el autobús de vuelta al aeropuerto, caía la lluvia con fuerza y Carmen pensaba que aquella bolsa del Palacio de Hierro, única herencia de una abuela desconocida, era el pudridero de la memoria familiar de una mujer que no tenía más memoria que la que necesitaba para trabajar de catalogadora en el museo y enfrentarse cada día al espejo. No podría explicar por qué aquella foto de cabina en tres minutos de la estación de autobuses, el insatisfactorio e incompleto resultado visible de varios años de indagación, le hacía sentirse a sí misma también cansada de escarbar en los archivos de la memoria propia y ajena. Pero no quería resignarse a que su vida fuera tan sólo una bolsa de recuerdos abandonada en un ropero. Sabía que algo le impulsaba a seguir adelante con mayor afán luchando contra la inexorable inercia del olvido.


Descargar este capítulo de Cambios de piel en PDF


Ver Play List del autor en YouTube:


Ficha de la obra:

Volver arriba